Voces de África

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Por Elsa Ponce

¿Qué hay en común entre la muerte de pacientes afectados por coronavirus día a día con la muerte de la joven cantante turca Helin Bölek, después de una huelga de hambre de 288 días? Camino a intentar una reflexión, retomo la pregunta de José Jatuff, filósofo riojano, en esta misma página ¿Qué tipo de cuidado reivindicamos para nosotros como sociedad?

Las estadísticas sobre los enfermos que no han podido protegerse del virus y cuyas vidas en su mayoría ignoramos, nos ponen delante de lo que llamo una filosofía del anhelo, del simple deseo de que sus vidas antes de la dolencia, no hayan sido precarias, aunque rápidamente me corrijo. Toda vida es precaria, dentro de cualquier orden político, porque su potestad plena no nos pertenece, no sólo porque estamos expuestos a las garras del sufrimiento, sino porque como bien nos subrayaban días pasados Dolores Marcos, Gloria Elías y Alejandro Ruidrejo, la racionalidad política que nos gobierna se mece sobre las vigas de la economía política, lo que acarrea una continua puesta en entredicho de la vida humana.

Ya la muerte de la Helin Bölek, en protesta durante meses contra la represión estatal en Turquía, depara con una vida que ha salido de sí a través del arte y la denuncia del sistema político. La reconocemos como una vida que ha merecido ser vivida. Pero su inmolación, si cabe el término, tiene un punto de contacto con los miles de decesos causados por la pandemia, se la ha dejado morir. En efecto, el gobierno turco había ordenado hace tiempo una persecución a ella y su banda de música, bajo la acusación de que lo que hace, tiene un contenido socialista. En realidad Helin exigía la liberación de los presos políticos en Turquía y el cese de la persecución a los centros culturales en todo el país.

Ciertamente aquí se me refutará que los miles de fallecidos por la pandemia, han contado con una empecinada atención del saber médico y que en todo caso sus cuerpos no han podido resistir el embate de la enfermedad. Sin embargo, como se sabe, los propios sistemas sanitarios de los países asolados informan que se han tomado medidas tardíamente, en muchos casos, y que los insumos para atender a los pacientes siguen siendo insuficientes; pero además que los pacientes con enfermedades pre-existentes, malnutridos o inmunodeprimidos, tienen escasas posibilidades de sobrevivir a la dolencia. Se nos informa también que el diagnóstico anticipado es casi siempre impracticable, al menos en estados donde no hay partidas extraordinarias para adquirir insumos para test masivos, por ejemplo.

Dije hace poco, que siguiendo el decurso de las noticias periodísticas se advierte que se ha trabado un esfuerzo en red, de investigadores de muchos países, en pos de explicar más aún el virus y concatenar voluntades para la producción de una vacuna. Sin embargo, al mismo tiempo nos informamos que recientemente el jefe del Servicio de reanimación del Hospital Cochin de Paris, Jean Paul Mira y Camille Locht, director de investigación en el Inserm, Instituto de la salud y la investigación médica francés, coincidieron en que sería factible un estudio en África para probar ensayos de vacunas contra el covid19. La respuesta indignada de ciudadanos que viven y trabajan en Europa no ha demorado, así como de la opinión pública dicha democrática. Este dato en contraste con el anterior y una multiplicidad de episodios que día a día se producen en el mundo, me hacen revisar lo que afirmé días pasados. Si por una parte, estamos atentos a las prescripciones del saber médico frente a la pandemia, ya que en este momento algunos estados del mundo, Alemania, por ejemplo, invierten partidas especiales para investigación aplicada en las ciencias de la salud, por otra, las familias ni siquiera han podido sepultar sus muertos, como en Ecuador y Nueva York.

¿Qué ha quedado al desnudo? La depredación que causa el Covid19 es desigual y combinada (¡invoco tu espíritu Oh Marx!), pues en un extremo, en el epicentro de una de las economías más opulentas como la norteamericana, las formas de cuidado de la población aparecen endebles, desde el aislamiento obligatorio no generalizado, hasta las sepulturas en fosas comunes de los fallecidos, pasando por la declarada emergencia de recursos en muchos estados para administrar los servicios sanitarios. En el otro extremo, países como Ecuador, no consiguen articular medidas efectivas y rápidas para aliviar la ya creciente miseria social profundizada desde la aparición del virus. Y no consigue porque el estado de calamidad en que se hallan las arcas públicas es lacerante, al punto como se sabe, que los cuerpos de los fallecidos están siendo depositados en ataúdes de cartón.

En este escenario una evidencia nos intimida, la de que el léxico bélico toma cuenta de las explicaciones e interpretaciones sobre las implicancias de la pandemia en distintos órdenes. Respondiendo en parte la pregunta de Alejandro Ruidrejo, sobre la matriz bélica de la idea de la inmunización, en todas sus formas, farmacológica, jurídica, policial y otras, ante la pandemia se agencian modos pretendidamente reparatorios de los daños que produce el contagio, en la medida que la vida cifrada en el cuerpo está amenazada de extinción indiscriminada, su tratamiento es pensable casi exclusivamente en términos de combate a un enemigo común. Un combate que paraliza la acción, que regula desde la circulación y permanencia en el espacio público, que delimita las prácticas cotidianas, incluso las más íntimas y que, claro está, ha acentuado nuestros impulsos catárticos de modo inusitado, a juzgar por los trazos comunicativos que ofrece un recorrido por las redes sociales. En efecto, advertirnos políticas de enunciación que llenan lo impredecible del futuro a partir de la enfermedad. Así pues, no sólo porque no hay tiempo para pergeñar otro modo de administrar el naufragio del principio de seguridad, pretendidamente garantizado por los estados, en particular los democráticos, para la vida humana, sino porque la protección de la vida sin restricciones exige una fisonomía incompatible con la lógica lucrativa de las ingenierías de atención social.

Por alguna razón a partir de esa panorámica, sólo puedo pensar en África. En los modos en que ha sido colonizada, convertida en eterno coto de caza del capitalismo. Y hallo tres voces, potentes, que acaso animan a seguir imaginando las lecciones de esta pandemia: la del filósofo camerunense Achille Mbembe, la del argelino Albert Camus y la del director general de la OMS, el etíope Tedros Adhanom Ghebreyesus.

Mbembe, quien trabaja desde 2003 en estudios sobre Necropolítica, afirma que la pandemia habilitó una democratización del poder de matar, pues sabiendo o sin saber que poseemos el virus, estamos expuestos a contagiar a otros de todos modos. La reclusión en todo caso, regula esa posibilidad. Agrego que ese poder está latente toda vez que se delata, denuncia, insulta y, como hemos visto atrozmente estos últimos días en distintos lugares del planeta, se reprime, en nombre de la salud de la población. Mbembe lanza una certera afirmación que comparto, el neoliberalismo debiera llamarse necroliberalismo, no en el sentido de que sólo produce muerte, sino que decide quién merece seguir viviendo. Mal que nos pese, esa tesis ya se ensaya en estos momentos en países como Italia; se anticipa en Estados Unidos por boca de Trump, al afirmar cínicamente “algunos morirán”; se desemboza diariamente en Brasil con la infame postura de Bolsonaro sobre el virus, sólo para localizar algunos ejemplos.

Con las afirmaciones de Mbembe resuena el vigor del también africano, Albert Camus. Si la vida no puede delegarse, la muerte menos aún y acaso en esa certeza hunde raíces la angustia y zozobra que provoca el encierro forzado. La casa, cualquiera ella sea, moviliza nuestras autopercepciones. Nos deparamos con nuevas e insospechadas obsesiones, tal vez, haceres cotidianos que no experimentábamos hace tiempo, afanes especiales respecto de los amigos y parientes que no vemos, nostalgias de lo que creemos nos hacía bien antes del encierro…la vida toma otra catadura y en ese extrañamiento nos reconocemos otros, vivimos de manera singular y a la vez universal este involuntario exilio.

Mientras tanto, aparece la voz altisonante de Tedros Adhanom Ghebreyesus, director general de la Organización Mundial de la Salud (OMS), que el 1 de abril afirmó que “las medidas de contención del virus podrían tener un especial coste para las economías en desarrollo, por lo que pidió que parte de su deuda externa sea aliviada”. Tedros aseguró que si bien en África o Latinoamérica las cifras de contagio de Covid-19 son relativamente bajas, podrían sufrir una incidencia de la pandemia similar a la de otras regiones. En momentos en que los países con superávit como Suiza, niegan aval a la Unión Europea para ayudar a Italia, España y otros estados ya críticamente afectados por la virtual recesión desde febrero último, el clamor de Tedros Adhanom Ghebreyesus, que ya se había manifestado a través de un pronunciamiento a fines de marzo pasado, es rubricado por la propia OMS y la CCI (Cámara de comercio internacional), instando a las patronales a asumir velozmente medidas basadas en información actualizada, para proteger a sus trabajadores y blindar la propagación del virus.

Entonces, frente a la pregunta inicial, ¿qué tipo de cuidado es ese que reivindicamos para nosotros? Con Mbembe afirmo, uno que vuelva la preocupación hacia aquellos que han quedado en los bordes de toda inmunización, cuyas vidas han sido declaradas inútiles, un cuidado que pueda proveerles aquí y ahora alimento y medicación para resguardar el cuerpo de la virulencia latente. Cuidado que retome la profunda certeza de Camus, de que la peste a la vez que nos aparta del mundo, remueve nuestro sentido de humanidad, de aflicción por las formas de latrocinio que quedan al descubierto cuando somos confinados porque la muerte acecha presurosamente. Un cuidado que se traduzca en una inversión radical de las categorías de la economía política, como insinúa Tedros Adhanom Ghebreyesus, al postular que es hora de descontar la injusta deuda de los países pobres para asegurar su continuidad en el planeta. Un cuidado, en suma, que podamos predicar y defender desde el minúsculo locus político que agenciamos toda vez que nos pronunciamos ante otros. Y apuesto mientras tanto, a que si nuestras voces son enérgicas pueden resonar en las puertas del soberano, ponerlo a practicar otra faena para gobernar la vida.

Por Elsa Ponce
11 de abril de 2020
Dpto. de Filosofía, Facultad de Humanidades. Universidad Nacional de Catamarca
Producido en el marco de la Red de Filosofía del Norte Grande